Una ventana a la realidad de los agricultores y ganaderos chinos

China es el mayor productor y consumidor de bienes agrícolas, y aunque sus tierras de cultivo apenas llegan al 75% de las que existen en Estados Unidos, el gigante asiático produce un 30% más de cosecha y ganado.

De acuerdo con la Oficina Nacional de Estadística, en noviembre de 2010, el país contaba con 1.370.536.875 habitantes, (Incluyendo Taiwan,  a la que el gobierno de la República Popular considera como una provincia más)  de los que un 50,32% viven en zonas rurales. Sin embargo, en el año 2000 el dato ascendía hasta un 63,91%, diferencia que nos ofrece una idea de la enorme escala del éxodo rural chino.

Aunque la población rural es libre de marchar a las ciudades a buscar trabajo, la burocracia se encarga de ponérselo muy difícil a la hora de quedarse allí, pues en China existe un “hukou” o libro de familia diferente para las zonas urbanas y rurales. Así pues, si un joven nacido en el seno de una familia campesina aspira a obtener un libro de familia urbano, generalmente, lo conseguirá a través de la compra de una vivienda o la obtención de un puesto de trabajo en la administración o en una empresa incluida dentro de la jurisdicción de una ciudad.

Por supuesto, como en otros muchos ámbitos de la burocracia, siempre existe una gran variedad de trucos y trampas basados en el tráfico de influencias, los sobornos, o las triquiñuelas legales (falsos matrimonios, contratos, etc.). Aun así, el gobierno es muy consciente de que necesita mantener a la población campesina trabajando para alimentar a la población, y todavía está lejos de dar el brazo a torcer en las continuas demandas de abolición de esta injusta distinción.

No obstante, aunque los chinos siguen imaginando la vida agrícola y ganadera como sinónimo de pobreza, no todo son desventajas para quienes se dedican a este sector. Quizás la ventaja más destacable consista en la posibilidad de tener un segundo descendiente en caso de que el primero fuese una niña.

Por otra parte, y a pesar de que es cierto que las expropiaciones por proyectos urbanísticos y empresariales son una amenaza constante para muchos granjeros, el derecho al usufructo y alquiler de sus tierras, supone una baza que cada vez atrae a más ciudadanos desencantados de la vida urbana.

Obviamente, China está todavía muy lejos de vivir un “éxodo urbano” como el que ha tenido lugar en muchos países desarrollados, pero los avances realizados por el gobierno en el ámbito de la infraestructura, los servicios sociales, o las ayudas al consumo, están contribuyendo a dignificar las condiciones de vida de un campesinado que volvió a acomplejarse de su condición tras el adiós a Mao Zedong, y la llegada de las políticas de modernización de los 80.

Tal es el avance que se está produciendo, que los gobiernos locales incluso organizan visitas para estudiantes extranjeros a ciertas aldeas y granjas consideradas como “modelo”, aunque, generalmente las viviendas que nos permiten visitar son aquellas que están más cerca del estándar de vida urbano, y más lejos de las formas de explotación de sus vecinos.

Afortunadamente para el visitante, ya sea en el Pirineo Navarro, como en las llanuras y valles de Jilin, los granjeros hacen gala de un interés y una hospitalidad hacia el urbanita que rara vez encuentran cuando son ellos quienes nos visitan, y que facilita enormemente el acercamiento a aspectos de la vida cotidiana.

Y en ese sentido, me sorprende tan grata como profundamente descubrir lo mucho que comparten en diplomacia tanto mi familia del caserío como los agricultores y ganaderos de las afueras de Changchun, por mucho que les distingan las formas y el lenguaje.

Porque, al contrario de lo que nos ocurre en las ciudades, donde nos preocupamos mucho de no dejar que la mirada del desconocido se cuele en nuestros dominios, tanto para los granjeros chinos que he conocido, como para los que tengo como vecinos en mi tierra natal, no hay mayor gusto que el de presentar los cultivos y cabezas de ganado de la casa al curioso que se acerque de forma amigable.

Es posible que la costumbre suponga una forma amable de hacer saber al extraño sobre los dominios familiares y vecinales, o que constituya un signo de la humanidad que el joven Carlos Marx atribuía a aquellos que se afirman a sí mismos y a los demás a través de su trabajo, y escapan de la alienación que la mayoría de urbanitas padecemos.

En cualquier caso, nada como una visita acompañada por las huertas, campos, animales y aperos del vecindario, y la casi inevitable invitación a tomar algo, para sentirse invitado a formar parte de una comunidad que vela por sus miembros, rasgo que muy difícilmente encontraremos en las ciudades de China, donde las relaciones vecinales rozan la indiferencia total.

Aunque, una vez más, no podemos olvidar los contras que se esconden tras cada punto a favor. Y es que, generalmente, la ayuda mutua se sustenta en el objetivo de la subsistencia económica, y se degrada rápidamente en cuanto crece el consumo, y a pesar de que el aire aquí es mucho más sano que en las ciudades, el efecto de pesticidas y fertilizantes sobre la tierra, el agua, y los propios productos, también supone una amenaza para la salud.

Supongo que son algunas de las paradojas que rodean al mundo de lo rural cuando es visto desde dentro y desde fuera de su realidad, igual que ocurre con la figura del pastor, cubierta por capas y capas de simbolismo en prácticamente todas las culturas y civilizaciones de Eurasia.

Porque, a fin de cuentas, ¿qué es mejor? ¿la soledad del urbanita anómico que estudió Émile Durheim o la del pastor que se queda sin compañía en cuanto el visitante de paso (en este caso, servidor) se despide?

Y llevando las cuestiones un poco más allá, ¿tiene sentido la nostalgia por lo rural de quienes no estamos dispuestos a dejar las ventajas urbanas? ¿Acaso gran parte de dichas ventajas no son provistas a costa del medio ambiente?

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